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La felicidad está en la libertad, en el bien de todos

El siguiente texto ha sido escrito por Federico Mayor Zaragoza y pertenece al prólogo de libro Merezco ser feliz: El regalo de una vida en positivo, cuyo autor es Guillermo Ballenato.

Felicidad es ser uno mismo y ser libre. La persona «educada» actúa en virtud de su propia reflexión. Decide a la vez que escucha, lee, se informa, piensa, siente. La posibilidad de elección permanente que hacemos con libertad es la que nos permite decir «me siento feliz», me siento con alas para el vuelo inacabable en el espacio del espíritu. Sin adherencias, sin lastres, sin nada que nos obligue, sin condiciones que nos lleven a hacer lo que creemos que no se debe hacer. En esta independencia encontramos un ingrediente fundamental para sentirnos felices.

Recibí de mi madre dos recomendaciones que para mí han sido fundamentales en la vida. La primera es «no aceptes nunca lo que juzgues inaceptable». Si quieres sentirte feliz, tienes que procurar escuchar, dialogar, conversar, pero al final tú tienes que hacer lo que creas que debe hacerse. No aceptes nunca imposiciones.

La otra gran enseñanza es que «ya tendremos tiempo de descansar cuando muramos». Hay que dormir lo indispensable y descansar lo justo. Vivir es un misterio esencial. Poder darse cuenta de que uno vive, ser consciente, saber que se sabe, poder imaginar. Poder crear, en definitiva. No podemos perder ni un segundo. Es fundamental saber que estamos aprovechando al máximo cada instante de este misterio, quizá milagro, de la existencia. Y tener tiempo para pensar. Para inventar cada día. Nada más antifelicidad que la rutina, la monotonía, la postración.

Durante siglos hemos sido súbditos y no ciudadanos. Teníamos un territorio físico y espiritual limitado y estábamos sometidos al poder. Un poder que incluso nos reclamaba que le diéramos nuestra vida cuando sus designios, absolutamente indiscutibles, así lo reclamaban. Ahora, por fortuna, esto no es así. Los ciudadanos debemos dejar ya de ser súbditos. Estamos dejando ya de serlo.

Tenemos que abandonar esta posición de espectadores a la que nos conduce este omnipresente y tremendo poder mediático, que ha sustituido al poder militar, al tecnológico, al económico. Un poder que intenta reducirnos, convertirnos en meros receptores, entretenernos y hacernos perder el tiempo.

Decía Michel Seres que la industria más nociva para la libertad y la felicidad es la del entretenimiento. Nos lleva a la pasión por deportes mayoritarios, pero también a la obsesión por la defensa de un determinado equipo. Es capaz de concentrar a decenas de miles de espectadores que acuden a recibir a un nuevo jugador de su equipo. Una persona que probablemente cobrará unas cantidades de dinero que están fuera de escala, cantidades absolutamente reprobables desde un punto de vista moral.

Sin embargo, aceptamos todo esto y vamos dejando de tener tiempo para ser nosotros mismos. Es decir, tiempo para ser felices. Recuerdo una frase de María Novo, excelente profesora y filósofa, que afirma que tenemos que reapropiarnos del tiempo, buscar tiempo para pensar, para meditar, para imaginar lo que nadie ha imaginado.

En Oxford trabajaba como científico con el Premio Nobel de Bioquímica Hans Krebs. Estaba reuniendo datos experimentales para una investigación, y recuerdo que el maestro me dijo una frase que fue muy importante en mi vida: «Investigar es ver lo que otros también ven y pensar lo que nadie ha pensado». Es en la creatividad, en esta facultad desmesurada desde un punto de vista biológico, donde está la solución.

Cuando llegué al condado de Oxford, en el emblema figuraba el aforismo latino «sapere aude», atrévete a saber. Ten el valor de utilizar tu propia razón. En el conocimiento de la realidad está también buena parte de ese sentimiento de felicidad. Conocemos la realidad y, por tanto, podemos cambiarla si pensamos que debe ser transformada. «Atrévete a saber» es una de las recomendaciones fundamentales para ser profundamente humano.

Cuando al cabo de un tiempo regresaba a España, reflexioné en lo importante que es «saber atreverse» (quizás más importante que atreverse a saber). Tenemos que atrevernos. Si sabemos y no nos atrevemos, si nos quedamos con el fruto de nuestros conocimientos sin compartirlos, es como tener una semilla que no fructifica. Siempre he defendido que el riesgo sin conocimiento es peligroso, pero que el conocimiento sin riesgo es inútil. El conocimiento tenemos que compartirlo, que es «partirlo con» los demás. «Compartir» es una palabra clave en la vida de las personas.

En 1961 visité la Unión Soviética. Entonces me di cuenta de que no hay nada peor que la paz de la seguridad. Porque es la paz del silencio, del recelo, de la sospecha. Lo que nos interesa es la seguridad de la paz y de la justicia. ¡Qué terrible vivir en ese silencio! El silencio de los silenciados, de los amordazados. Pero después me he dado cuenta de que existe un silencio mucho peor: el silencio de los silenciosos, el de aquellos que pudiendo y debiendo hablar no lo hacen.

Me dediqué a escribir Alzaré mi voz, La fuerza de la palabra o La voz debida, porque he pensado que en esta gran transición de la fuerza a la palabra puede residir la felicidad de un mundo hoy asimétrico. Un mundo con unos desgarros sociales enormes, que ha cometido el craso error de confundir los valores con las leyes del mercado. Antonio Machado, paseando por los campos de Castilla, escribió: «Es de necio / confundir valor y precio».

No podemos permanecer silenciosos, espectadores, resignados. Tenemos que hablar y decir con firmeza que el tiempo del silencio, de la resignación y del miedo ha concluido. En estos albores del siglo y del milenio ha terminado la sumisión de muchos a unos cuantos. Hay que respetar la igual dignidad humana de todos. Y éste tiene que ser el principio de una nueva época. Hoy se habla mucho de la época de cambios, pero es preciso iniciar un cambio de época.

Tuve la suerte de conocer a la Madre Teresa de Calcuta. Admiré su gran imaginación, su capacidad rápida de convencer. Recuerdo que Dominique Lapierre le comentaba que había reunido fondos, pero que su aportación era sólo como una gota de agua en el océano. Y la Madre Teresa de Calcuta le contestó: «Si esta gota no existiera, el océano la echaría de menos». A este respecto tenemos que recordar aquella sentencia de Burke: «¡Qué pena que por pensar que puedes hacer poco no hagas nada!».

Éste es un ingrediente importante de la felicidad. Yo no puedo plantar más que una semilla, pero millones de semillas hacen una gran cosecha. Yo no puedo aportar más que un granito de arena, pero muchos granos de arena permiten la construcción de un gran edificio. Yo no puedo dar más que un pequeño paso. Dalo, porque miles de pequeños pasos hacen un gran salto.

Pienso que quizás la Madre Teresa es, en algunos aspectos, la expresión de este desprendimiento sin límites, de esta entrega a los demás, de este desvivirse. Ésta es otra forma de felicidad, la de los que se «des-viven» por otros.

Otra persona que creo que es un símbolo es Nelson Mande-la. También he tenido la inmensa alegría y compensación personal de conocerle y estar con él. Pasó veintisiete años en la cárcel por su único delito de tener la piel morena. Creo que es un ejemplo formidable. Y cuando abandonó la cárcel terrible de Robben Island, en Ciudad del Cabo, donde fui a verle, salió con los brazos abiertos. No salió con sentimientos de venganza, ni de odio, ni de animadversión, ni de rencor. Y llegó pronto a un acuerdo con Frederik de Klerk, otra gran persona que alcanzó así la felicidad. Consiguió que por primera vez se superara el apartheid y se iniciara en Sudáfrica un periodo en el que ya vamos por el cuarto presidente de raza negra.

Mandela nos ha dado una gran lección… porque hizo lo inesperado. Lo inesperado es nuestra esperanza. Lo esperado, la inercia, la repetición de las fórmulas del pasado, todo esto nos lleva a perpetuar una situación de pusilanimidad y de postración.

No es admisible que sólo el 20 por ciento de la humanidad vivamos en el barrio próspero. En lugar de conocer la realidad global, cerramos puertas y ventanas. Incluso ponemos sal de plata en los cristales para convertirlos en espejos, para vernos bien en ellos y no ver más allá. El otro 80 por ciento vive en condiciones precarias, y de ellos más de mil cien millones de personas luchan por sobrevivir. Muchos de ellos tienen que inventar cada día al amanecer cómo pueden llegar a la puesta del sol.

Siento una gran admiración por esas mujeres africanas que han de recorrer kilómetros para conseguir unos litros de agua. Que tienen que ir a buscar leña para hervirla porque no somos capaces de proporcionarles unas sencillas cocinas solares. Estas mujeres llenas de sabiduría nos dan una lección permanente.

Es un auténtico problema de conciencia, viendo una sociedad como la actual que gasta tres mil millones de dólares al día en armas. Dicen: «Si quieres la paz, prepara la guerra». Y se arman hasta los dientes… para confrontaciones del pasado. Es una vergüenza colectiva.

Llega un momento en que se pierde la capacidad de comparación. No hay ética si no hay comparación. Si no puedo compararme con una persona de mi edad que vive fuera de este barrio próspero de la aldea global, si no sé cuáles son sus necesidades y no me acerco a él con la mano tendida para ayudarle, es que no soy ciudadano del mundo que se basa en principios democráticos y éticos.

Nunca olvidaré que, siendo director general de la Unesco, invité a muchos centenares de niños de África a conocer la organización. Les pregunté lo que más les había gustado de Europa. Uno de ellos dijo: «¡El grifo!». Le parecía asombroso que, tan sólo con mover la llave, saliese agua fría, agua caliente, agua potable, porque él tenía que recorrer varios kilómetros todos los días para lograr un poco de agua.

Dos mil millones de personas tienen que vivir a diario sin agua corriente, sin desagües, sin poder utilizar los inodoros. No puede ser que, además, tengamos aquí la impresión de que nos faltan muchas cosas, cuando estamos llenos de bienes materiales, muchos de ellos superfluos. No puede ser. Tenemos que aprender a comparar.

Estoy esperanzado en relación al futuro inmediato por tres motivos. Por primera vez en muchos siglos, hoy tenemos una visión global. Podemos ver lo que sucede en todo el mundo. Y, por tanto, podemos tener conciencia global y comparar.

El número de mujeres en los puestos de toma de decisiones es creciente. La sociedad masculina ha fracasado. Desde tiempo inmemorial hemos utilizado más el músculo que la mente y el corazón. Y hemos llevado a esta sociedad a una cultura de guerra, de imposición, de fuerza. Desde hace unos años la mujer está escalando posiciones… sin dejar de ser mujer. Todavía hoy la toma de decisiones está en manos de los varones, pero eso va a durar poco. Con tan sólo aumentar del 5 al 20 por ciento la participación de las mujeres, bastará para que, con el respeto inherente que tienen a la vida, la cultura de paz empiece a ser posible.

En tercer lugar, progresivamente dejaremos de ser espectadores, de ser súbditos. Y para ser ciudadanos tenemos que participar, expresarnos. Hasta ahora la participación se limitaba a las manifestaciones y a las votaciones, rodeadas de una gran parafernalia de publicidad. La democracia, que es la participación y la voz del pueblo, también está cambiando radicalmente. La telefonía móvil, internet, las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, se han impuesto de tal manera que hoy ya podemos decir que la participación no presencial permitirá unas democracias más auténticas, que serán la expresión de la voluntad popular. Con estos tres factores preveo un futuro menos sombrío que el actual.

Podemos ser felices al despertarnos por la mañana, cuando pensamos que vale la pena levantarse pronto y seguir luchando en favor de unos ideales. Hay momentos de una inmensa felicidad, lo mismo que los hay de una inmensa tristeza. Cuando ves a un hijo o a un nieto, sientes una gran «felicidad» expectante. Y, por comparación, cuando veo a cualquier niño o joven de este mundo, pienso: «Aunque tú no lo sepas, estoy haciendo todo lo posible para que un día tus alas no tengan lastre alguno, ni adicciones ni adherencias». Creo que éste es también un sentimiento de felicidad insustituible.

Busquemos en las propuestas de este libro una contribución al compromiso e implicación personal para mejorar el mundo en que vivimos. Su contenido aboga por la defensa de valores como la educación, la paz, los derechos humanos, la justicia, la solidaridad, la cooperación, el pluralismo, el diálogo. Adentrémonos de la mano de Guillermo Ballenato en una reflexión serena y compartida sobre una felicidad que sin duda todo ser humano merece.

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